España, sola en Eurovisión y sola en el mundo


De Felipe González a Pedro Sánchez hay la misma distancia que va de Mitterrand a una story de Instagram. Y eso, en política exterior, se paga. Se paga en credibilidad, en respeto, y hasta en Eurovisión, donde este año se aplaudió a Israel como a una fortaleza sitiada, mientras España se arrastraba en el fango de los últimos puestos. ¿Por qué? Porque los gestos diplomáticos también cantan. Y en Europa, en Washington y hasta en Kiev, España ya no suena a país serio. Suena a ruido, a promesa rota, a propaganda de salón.
Pedro Sánchez ha conseguido lo impensable: que España vuelva a parecer irrelevante. Y no lo digo yo, lo dicen las sillas vacías en Bruselas cuando habla, lo dicen los silencios en Washington, lo dicen los pasillos fríos de las cumbres donde Macron y Merz se saludan entre sí, y al español lo colocan en la foto, pero nunca en la conversación. La política exterior no se hace con discursos tediosos y sin contenido, como con el apagón, ni con giras de prensa. Se hace con alianzas, con lealtades, con credibilidad. Se hace con Churchill bebiendo whisky mientras Europa ardía, pero se preparaba el ataque final, o con Helmut Kohl firmando tratados con la gravedad de quien ha leído a Kant.
Sánchez, en cambio, ha apostado por jugar a dos bandas. A tres. A ninguna. En Ucrania, apoya con una mano y desconfía con la otra. Manda tanques sin munición, promesas sin calendario. Rusia lo sabe. China sonríe. Y Estados Unidos, directamente, lo ignora. Biden apenas le dedicó un saludo de pasillo, un apretón de manos de esos que duran menos que un reel de Instagram. Y ahora Trump, directamente nada. Porque allí, en la Casa Blanca, saben que el compromiso no se finge.
Felipe González fue europeísta hasta el tuétano. Soñaba con una España moderna, socialdemócrata, seria, anclada al corazón de Europa. Le dolía más no estar en una mesa de Bruselas que perder unas elecciones. Y con él antes, Leopoldo Calvo-Sotelo, donde España ingresó en la OTAN con miradas estratégicas y con visión de futuro. Y ahí está Javier Solana, que terminó siendo secretario general de la Alianza Atlántica y de Seguridad Europea, como Josep Borrell, pero claro, eran políticos de otro puño y de otro clavel.
Y llegó Aznar hablando en Europa y trabajando por ella. Porque Europa, como toda amante vieja, no perdona la banalidad. Europa es Hugo y Balzac, es Stefan Zweig escribiendo con la nostalgia del mundo de ayer, es el Congreso de Viena y los cafés de Praga antes de que llegaran los tanques. Europa no es sólo un mercado: es una civilización, que no la ocurrencia de Zapatero con la Alianza de Civilizaciones, no confundamos. Porque, para sentarse en el Viejo Continente, hay que saberse sus heridas, sus tratados, sus silencios.
Lo sabían Mitterrand y Kohl cuando hablaban del Ruhr y de la sangre compartida. Lo supieron Thatcher y Delors cuando discutían el alma de Bruselas con el filo en la lengua. Hoy, en cambio, España no representa nada. Y eso duele. Duele como un desarraigo. Como si hubiéramos dejado de pertenecer al continente que tanto costó conquistar, no con armas, sino con libros, con diplomacia, con alta política.
La guerra en Ucrania ha dejado a cada país en su sitio. Alemania se ha remilitarizado a paso lento, con el gesto contenido de quien lleva a la Dama de Hierro en los genes. Francia aún juega a ser potencia con su pose napoleónica de Macron. Reino Unido, aunque fuera de la Unión, mantiene el porte de Churchill, de Thatcher, de los que entienden que la política es también una cuestión de carácter. Pero España… España se ha disfrazado de potencia mediana con alma de país neutral. Y ya se sabe lo que decía Churchill de los neutrales: «A los cobardes se los come la Historia».
En Eurovisión, ese teatro de la política con lentejuelas, la votación fue una metáfora. Europa abrazó a Israel como quien protege a un aliado sitiado, mientras España volvió a esquivar a Netanyahu para complacer a quienes, desde los pasillos de su mayoría parlamentaria, susurran con énfasis casi litúrgico: ¡Palestina! Hablamos de Sumar, Podemos, Bildu, ERC…. y toda una constelación de siglas que confunden la política exterior con el activismo de pancarta. Porque cuando un país deja de ser fiable, cuando duda, cuando titubea… se nota, como la geopolítica de Sánchez.
España ha dejado de ser seria. Y eso no se arregla con una encuesta del CIS de Tezanos, ni con una rueda de prensa. Eso se arregla con políticos que piensen como estadistas, como los grandes europeos, que veían la Historia como algo más que una campaña electoral. Porque ahora no hay relato: hay guerra, hay bloques, hay hambre y fronteras. Y en ese tablero duro, de aceros y mapas, Sánchez se presenta con eslóganes. Y Europa, claro, lo ha dejado fuera.